Favaloro: sus 24 horas antes de morir, pedidos de auxilio sin respuesta y una bala en el corazón

El 29 de julio del 2000, René Favaloro se suicidó en su departamento de Barrio Parque. Las advertencias que hizo las últimas semanas y luego tuvieron otro significado. Las cartas desesperadas para salvar su Fundación que nadie leyó. Qué hizo en su departamento antes de empuñar el arma

Nacionales12/07/2023 Patagoniahoy
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La mañana del 29 de julio del 2000 había sido igual que las demás. El Doctor no alteró su rutina ni siquiera el día en que tenía decidido quitarse la vida. Se levantó temprano, desayunó, le avisó a Diana Truden, su novia, que volvería para que almorzaran juntos. Luego bajó al garage del edificio de Dardo Rocha 2965 y se subió a su Peugeot 505, su auto de más de quince años de antigüedad.

Llegó temprano a la Fundación que llevaba su apellido en la avenida Belgrano. El gesto reconcentrado, la cabeza baja, el andar lento no sorprendió a nadie. René Favaloro siempre fue adusto, poco propenso a las efusiones pero hacía varios meses que se lo veía más preocupado y tenso. Sin embargo, saludó con una sonrisa a cada empleado con el que se cruzó. En el pasillo un médico lo paró para consultarlo por un caso. Favaloro se puso los anteojos, leyó el informe de un estudio, analizó algunos valores, levantó una placa con una imagen para analizarla a contraluz y emitió su opinión profesional. Después, apuró el paso para ingresar a su despacho. Permaneció ahí encerrado unas cuantas horas, no recibió a nadie, ni realizó llamados telefónicos.

 
Cerca de las 13.30 emprendió el regreso a su casa para el almuerzo convenido con su novia Diana. Como siempre fue una comida frugal. Los excesos no eran lo suyo. Conversaron hasta que sonó el portero eléctrico. Uno de los hermanos de Diana pasaba a buscarla. Favaloro le dijo que él iría a La Plata, su ciudad natal, por la tarde. Mintió.

Se quedó en el departamento acomodando papeles, ultimando los detalles de su despedida.

Se bañó, se afeitó, se puso un pijama y pantuflas. Fue hacia el dormitorio. De un cajón sacó siete cartas que había escrito en los últimos días y un arma. Dejó los sobres en la mesa del comedor, en un lugar bien visible, y volvió al baño. El vapor de la ducha ya se había disipado y pudo pegar sin dificultad en el espejo una nota dirigida “A las autoridades competentes”. Vio su reflejo por última vez. Se enfrentó con su propia mirada. Hasta ahí había llegado.

Empuñó el arma y la apoyó contra la parte izquierda del tórax. No podía ser en otro lugar. Ahí, sabía, no podía fallar. Apretó el gatillo.

La bala destrozó su corazón.

René Favaloro se suicidó una tarde de invierno. Tenía 77 años. Puso, de esa manera, fin a la angustia de varios días, de los últimos meses. No pareció una decisión apresurada. Cada uno de sus movimientos finales fue deliberado, estuvo premeditado.

A las 16.30 de ese 29 de julio, una adolescente se bañaba en el piso de arriba, en el tercero del edificio de Barrio Parque. Escuchó un ruido amortiguado, como en sordina, un chasquido grave y fuerte, como el de una lata crujiendo contra el suelo. Después un golpe, seco y corto. Y nada más.

La chica no sabía, ni siquiera podía imaginar, lo que había ocurrido. Durante 45 minutos no hubo novedades ni movimientos. La tragedia ya había ocurrido pero todavía nadie lo sabía.

A las 17.15 Diana volvió al departamento junto a su hermano. Eran las 17.15. Traían el CPU de una computadora y dos valijas. Tocaron el timbre pero nadie atendió. Diana quiso abrir la puerta con su llave pero no pudo. Su hermano luego de luchar un rato logró hacer caer la llave que desde adentro impedía la maniobra. Ingresaron. Todo estaba en silencio.

Ella llamó a Favaloro por su nombre: “¡René!”. Recorrió el living, la habitación principal, uno de los baños. Por debajo de la puerta del otro baño asomaba una línea de luz. Diana corrió hacia allá pero la puerta no abría, el cuerpo caído del cardiocirujano lo impedía. Ella y su hermano empujaron con todas sus fuerzas pero no lograron progreso alguno. La desesperación la dominó. Salió al pasillo y empezó a clamar por ayuda. Un vecino escuchó los gritos y se acercó para colaborar.

Rápidamente se dieron cuenta de que empujando no iban a poder entrar. El vecino buscó sus herramientas para sacar la puerta del cuadro y desarmar las bisagras. Diana todavía tenía alguna esperanza de que sólo se tratara de un desvanecimiento. Apenas movieron un poco la puerta, la situación fue clara. Un charco de sangre oscura, el pequeño orificio bajo la tetilla izquierda. La policía tardó pocos minutos en llegar. Luego fue el turno de los medios.

René Favaloro era una eminencia mundial y uno de los argentinos con mayor reconocimiento público. Nacido en La Plata, luego de recibirse ejerció de médico rural en La Pampa. Fueron doce años en la localidad de Jacinto Arauz en los que su labor fue, como siempre, ejemplar. De los pueblos y ciudades vecinas acudían a atenderse con el Doctor. Luego llegó el tiempo de crecer.

Se instaló en Cleveland y en esos años se convirtió en uno de los mayores especialistas en cirugía cardiovascular en el mundo. Perfeccionó la técnica del by pass aórtico que salvó cientos de miles de vidas con los años. Lo hizo en base a estudio y trabajo.

A los 47 años decidió que debía volver a Argentina, a su país. Sintió que debía atender pacientes, operar, transmitir sus conocimientos y establecer un centro de investigación. Fueron treinta años de alegrías y sinsabores que terminaron de manera trágica.

La noticia de la muerte de René Favaloro conmocionó a la sociedad. Durante unos días sólo se habló de eso. Y de los posibles motivos que lo llevaron a dispararse al corazón con un 38. Las causas de un suicidio siempre son insondables. Los motivos se acumulan, se entremezclan. Siempre se presentan difusos e incomprensibles para los sobrevivientes. Sin embargo en la calle, en los noticieros y en los diarios se barajaron las más diversas y amplias opciones. Deudas, peleas familiares, problemas amorosos. El menú también incluía un supuesto embarazo de Diana, su novia 46 años más joven que él, una enfermedad terminal (y ese lugar común que sostiene que los médicos son pésimos pacientes) y su futuro desplazamiento de la dirección de la obra de su vida, la Fundación Favaloro. Entre argumentos reales, improbables y completamente falsos la mayoría se forjó una opinión sobre qué fue lo que llevó a quitarse la vida a uno de los argentinos más respetados.

O peor aún: sobre quién fue el que apretó el gatillo remotamente.

Los últimos meses del Doctor Favaloro habían estado repletos de sinsabores y derrotas. La situación económica del país era mala, el desmoronamiento había empezado. El 1 a 1 no resistía más, era una ficción que provocaba desfasajes que llevaban al colapso a varias empresas.

Las deudas acuciaban a la Fundación. Debían más de 40 millones de pesos. Al mismo tiempo, le debían más de 18 millones. Su principal deudor era IOMA, la obra social de la Provincia de Buenos Aires. Pami también le adeudaba casi 3 millones. Las autoridades de ese entonces de la Alianza dijeron que las prestaciones en su gestión estaban al día, que la deuda se había generado en las gestiones del menemismo de Alderete y Matilde Menéndez, por lo que debían verificarse judicialmente. Muchos otros organismos oficiales, privados y sindicales le debían dinero.

 El Doctor Favaloro junto a Diana Truden, su última novia. Ella trabajaba en la Fundación. tenía 46 años menos que él. Favaloro le dejó una de las siete cartas que escribió para ser leídas después de su muerte
Favaloro no quería cambiar el esquema de funcionamiento de la Fundación. Deseaba seguir atendiendo gratis a quienes lo necesitaran, tener casi 1200 empleados, contar con tecnología de última generación y continuar recibiendo pacientes privados y de obras sociales.

Los demás miembros del directorio habían logrado formar un comité de crisis con asesoramiento externo. Los vencimientos se les venían encima. Favaloro había escuchado lo que nunca pensó escuchar. Varios directivos y hasta algún familiar le habían sugerido que diera un paso al costado, que dejara por un tiempo de encabezar la institución.

El lunes siguiente a ese sábado 29, iban a despedir a casi un tercio de los trabajadores, muchos de los cuales trabajaban con él desde hacía tres décadas, desde que había vuelto al país a principios de los setenta.

El otro problema que enfrentaba era el sistema. Un sistema que lo asqueaba. En el que para cobrar lo que le correspondía, debía pagar retornos y coimas. Le resultaba inconcebible. Uno de sus muchos orgullos había sido no incurrir nunca en esas prácticas. Tampoco comprendía lo que en el ambiente médico se conocía como el ana-ana, la costumbre de que el médico que derivaba un paciente reclamara un porcentaje del valor de la intervención y de los estudios realizados.

La situación se volvió asfixiante. Vio por delante una disyuntiva que lo desesperaba. Un dilema que parecía irresoluble. En vez de la Decisión de Sofía era la Decisión de René: perder su fundación (su obra, el trabajo de sus amigos, de los que lo acompañaron desde el inicio, una manera de atender, de concebir la medicina) o su integridad.

Era un hombre de valores y de otros tiempos. No usaba computadora y hasta se había resistido a tener un celular. Diana, gracias a su insistencia, fue la que lo convenció de tener un teléfono móvil. Ese apego a las viejas costumbres hizo que cuando decidió salir a pedir ayuda a sus conocidos, poderosos o influyentes lo hizo a través de un método tradicional. Envió una gran cantidad de cartas.

Su pudor le impedía aparecer de sorpresa o molestar con un llamado. Creyó que una misiva firmada por él bastaría para concientizar a varias personas con poder y que acudirían a rescatar a la institución que era líder en cirugía cardiovascular y en trasplantes de todo tipo. O que su firma, al menos, ameritaría una respuesta. Nadie contestó. Ninguna fue respondida.

Eran tiempos demasiado rápidos y poco comprometidos para una carta. Eran comunicaciones fáciles de ignorar, de perder en una instancia previa, de desconocer su recibo.

Una de esas cartas la envió a Claudio Escribano, jefe de redacción de La Nación y viejo amigo. Allí en dos líneas crueles e impactantes resumió esos últimos meses de su vida. “En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea”. La primera frase de la carta no dejaba dudas, no ofrecía misterio sobre su situación: “Estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida”.

Otra de esas cartas en las que pedía auxilio económico, tal vez la más célebre, se la envió al presidente Fernando de la Rúa. Allí explicaba el estado de situación. Empezaba: “Estimado Fernando: te escribo estas líneas porque nuestra fundación está al borde de la quiebra”. Decía que necesitaba 6 millones de dólares para salir del atolladero. Según el secretario de presidencia, De la Rúa leyó la carta recién el mismo sábado del suicidio del doctor.

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